La nueva isla de Elon Musk, por Federico de Montalvo Jääskeläinen (profesor de Derecho Constitucional en ICADE).

El día 26 de febrero de 2025 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Federico de Montalvo Jääskeläinen, en el cual el autor considera que el pasado nos recuerda que las utopías cientifistas a las que se unen más recientemente las tecnológicas en forma de tecnociencia, término popularizado por Latour, suelen esfumarse rápidamente, aunque, eso sí, en ocasiones dejan a su paso un reguero de víctimas mortales considerable, como el que provocó el cientifismo en la primera mitad del siglo XX, durante el sueño de una nueva raza aria científicamente pura.

(Fuente Diario del Derecho Iustel)

“LA NUEVA ISLA DE ELON MUSK.

Sir Francis Bacon, en su novela utópica e inacabada, ‘La Nueva Atlántida’, situaba su relato en una isla, la desconocida isla de Bensalem, a la que arribó un barco que, habiendo zarpado del Perú y dirigiéndose hacia China y Japón por los mares del Sur, se vio fondeando en dicho paraje desconocido por la imperiosa necesidad de avituallarse de provisiones. En la citada isla, los tripulantes tuvieron la oportunidad de conocer la existencia de la Casa de Salomón, la cual, en explicaciones del gobernador insular, se dedicaba al estudio de las obras y criaturas de Dios, constituyendo el alma misma de la sociedad que la habitaba.

La metáfora a la que recurre Francis Bacon a través de la Casa de Salomón le permite al autor (aunque la obra, como ya hemos apuntado, no está completa) exponer su opinión sobre la organización social y el porvenir de la ciencia y de la técnica, mostrando la utopía de un Estado ideal en el que la felicidad de sus ciudadanos descansa en una perfecta organización social, presidida en la toma de las decisiones políticas por científicos y técnicos, como si la resolución de los problemas de la ciencia y la tecnología resolviera los de índole social.

Y este viejo relato cobra de nuevo actualidad con las recientes declaraciones de Elon Musk en las que parece sugerirnos el final de dos profesiones, la de médico y la de abogado, y ello debemos “agradecérselo” a la inteligencia artificial. Sus palabras realmente han sido: “La IA pronto superará a los médicos y abogados por un amplio margen”, aunque los medios han visto en ellas una profecía que anuncia el fin de estas muy antiguas profesiones. Así pues, una nueva isla, la humanidad, sin médicos ni abogados, pero con mucha IA.

Fue Habermas quien, recurriendo a Max Weber, nos habló de la racionalización como proceso en el que se produce una ampliación de los ámbitos sociales que quedan sometidos a los criterios de la decisión racional. Y parece que es la decisión racional de la inteligencia artificial la que someterá o, incluso, eliminará, el antiguo arte de la curación y de la defensa jurídica.

Sin embargo, el pasado nos recuerda que las utopías cientifistas a las que se unen más recientemente las tecnológicas en forma de tecnociencia, término popularizado por Latour, suelen esfumarse rápidamente, aunque, eso sí, en ocasiones, dejan a su paso un reguero de víctimas mortales considerable, como el que provocó el cientifismo en la primera mitad del siglo XX, durante el sueño de una nueva raza aria científicamente pura.

Esta constante disolución histórica de tal utopía obedece a que se olvidan dos de las características esenciales, casi ontológicas, del ser humano: sus condiciones narrativa e interrelacional, a las que podríamos añadir, como ha escrito recientemente Luc Ferry, su indispensable espiritualidad, ya sea creyente o no. Y ello no nos lo puede ofrecer la tecnociencia. El ser humano necesita, como hiciera Spencer Tracy en la última escena de la sublime película ‘La herencia del viento’, tener consigo los dos grandes libros, la Biblia y ‘El origen de las especies’, no elegir uno. La esperanza es el único antídoto frente al weberiano desencantamiento del mundo.

En el caso de los médicos y abogados, Musk cae en el error de considerar que ambos profesionales son meros técnicos susceptibles de ser sustituidos en su quehacer diario por una máquina. Las decisiones médicas y jurídicas son una combinación de características técnicas, pero también morales que no solo deben atender a lo que es mejor, desde la perspectiva estrictamente técnico-científica. Deben respaldar también su bienestar moral. El médico y el abogado son agentes morales. En esta posición tienen la obligación moral de actuar como guardianes, salvaguardando el bienestar del individuo y reconociendo su complicidad en las intervenciones realizadas. Una exigencia de fidelidad que servirá de nexo entre la moralidad y los fines de la medicina y el derecho y que se fundamentará en una indispensable confianza. Se consulta a los médicos y a los abogados no simplemente como ‘enciclopedias de conocimiento’, como si de un Big Data humano se tratara, sino más bien como expertos ‘confiables’, capaces de realizar una evaluación subjetiva y comprender al paciente como una persona social, con una historia y unos valores. ¿Puede la máquina hacerlo sin presencia humana? La inteligencia artificial no tiene empatía, los médicos y abogados pueden (deben) tenerla. La inteligencia artificial no entiende los silencios, el ser humano sí, y aquellos son tan importantes en la relación interpersonal como las palabras.

Además, como expresara recientemente Markus Gabriel, la IA no tiene la capacidad del progreso, porque para que éste se produzca se requiere una interacción entre un juicio falsable y unas actitudes humanas que lo corrigen. La incorregibilidad de la inteligencia artificial, su perfección, es al mismo tiempo gran imperfección. Y es que la IA no piensa, sino que solamente lleva a cabo tareas. En gráficas palabras de un tribunal de Justicia español, ni la técnica ni la inteligencia artificial o los algoritmos son capaces de suplantar a la razón humana -‘nihil sine ratione’-, siendo los hechos los que crean el derecho -‘ex facto oriturius’- y, añadimos nosotros, también la medicina.

Y finalizamos recordando las recientes palabras del Papa Francisco en su última encíclica, ‘Dilexit nos’, que nos sugieren que son tiempos de hablar nuevamente del corazón, porque nos movemos en sociedades de consumidores seriales que viven al día y dominados por los ritmos y ruidos de la tecnología, sin mucha paciencia para hacer los procesos que la interioridad requiere. Interioridad ésta que ni es compatible con un protagonismo extremo de la máquina, ni, menos aún, puede trasladársele algorítmicamente a ésta, por mucho que a Musk le apasione.

En todo caso, viendo cómo de extrañamente se desenvuelve este mundo en estas primeras décadas del siglo XXI puede que Musk tenga razón y que en un futuro no muy lejano desaparezcan los médicos y los abogados. Sin embargo, nos atrevemos a augurar que si ello ocurre el empresario sudafricano habrá desaparecido con ellos y también todos nosotros, seamos o no galenos o letrados”.