(Fuente Diario del Derecho-Iustel, 11/12/2024)
El autor considera que, en materia de independencia judicial, es conveniente hacerse tres preguntas: ¿qué debe entenderse por independencia judicial?, ¿por qué es valiosa la independencia judicial? y ¿cómo puede garantizarse la independencia judicial? Las dos primeras preguntas versan sobre fines y, por ello, pertenecen al ámbito de la teoría constitucional. La tercera, en cambio, versa sobre medios y, por ello, pertenece al ámbito de lo que Giovanni Sartori llamó “ingeniería constitucional”.
Luis María Díez-Picazo[1], Teoría e ingeniería de la independencia judicial *
I. ¿Qué es la independencia judicial?
En materia de independencia judicial es conveniente hacerse tres preguntas: ¿qué debe entenderse por independencia judicial?, ¿por qué es valiosa la independencia judicial? y ¿cómo puede garantizarse la independencia judicial? Las dos primeras preguntas versan sobre fines y, por ello, pertenecen al ámbito de la teoría constitucional. La tercera, en cambio, versa sobre medios y, por ello, pertenece al ámbito de lo que Giovanni Sartori llamó “ingeniería constitucional”.
Comenzando por el primero de los interrogantes señalados, es generalmente aceptado que independencia judicial significa, ante todo, que el juez no sea dirigido o condicionado por el poder político, muy especialmente por el Ejecutivo. Y complementariamente significa que el juez esté protegido frente a personas u organizaciones privadas poderosas. Pero esta idea cuasi intuitiva de independencia judicial adolece de cierta vaguedad, porque en la sociedad actual -no solo entre los especialistas- hay dos visiones distintas sobre esa necesaria protección del juez frente a los poderosos. Una es la visión subjetiva o psicológica, y la otra es la visión objetiva o institucional.
La visión subjetiva, mucho más extendida de lo que puede parecer a primera vista, sostiene en sustancia que juez independiente es aquel que -cualesquiera que sean las circunstancias adversas- es capaz de mantenerse firme, resistir las presiones indebidas y cumplir fielmente su función. Este modo de concebir la independencia judicial la identifica con una cualidad o un rasgo de carácter que cada juez debería tener. Se remite, en el fondo, al mundo de las virtudes judiciales: discreción, sobriedad, ecuanimidad, estudio, etc. Juez independiente sería, así, sinónimo de juez virtuoso.
Ocurre que la visión subjetiva de la independencia judicial está expuesta a varias objeciones. De entrada, la virtud -al igual que el vicio- admite grados; lo que conduciría necesariamente a pensar que unos jueces son más independientes que otros, en función de la personalidad de cada uno. Y a ello hay que añadir que, en una sociedad pluralista, dista de existir un consenso generalizado sobre el perfil del juez ideal. Baste pensar, por poner solo algunos ejemplos, en cuestiones tales como la manifestación por el juez de opiniones fuera del ejercicio de sus funciones o las vicisitudes de su vida privada. En este terreno, a lo más que cabe aspirar es a acordar unos pocos principios de “ética judicial”: criterios deontológicos predominantemente negativos -más que fijar modelos de conducta, indican lo que no se debe hacer- y con valor meramente orientativo.
Dicho lo anterior, hay otra objeción aún de mayor calado: si el juez opera dentro de un sistema jurídico que no lo protege adecuadamente, de poco le servirá ser un ejemplo de virtud. Su conducta podrá ser admirable e incluso heroica, pero no podrá decirse con propiedad que es un juez independiente. Piénsese en aquellos países que han sufrido condenas explícitas de la Unión Europea por graves quiebras de la independencia judicial: es seguro que no pocos de los jueces de esos países se han conducido con dignidad a pesar de las agresiones provenientes del poder político y, sin embargo, ello no quita que la independencia judicial haya sido menoscabada.
La visión subjetiva no resulta, así, útil para definir en términos técnico-jurídicos qué es la independencia judicial. Aquí conviene hacer una aclaración: que la independencia judicial no pueda ser entendida como una cualidad o rasgo de carácter individual no implica que las virtudes y defectos de cada juez no puedan -e incluso deban- ser tenidos en cuenta a otros efectos. Por ejemplo, a la hora de resolver concursos para la provisión de plazas, decidir ascensos de categoría dentro de la judicatura, etc.
La visión objetiva, en cambio, concibe la independencia judicial como un conjunto de garantías que algunos sistemas jurídicos otorgan al juez y a su función. Allí donde tales garantías existen y tienen un aceptable grado de efectividad puede decirse que hay independencia judicial, al margen de la valoración que merezcan individualmente los jueces de ese mismo sistema jurídico. Obsérvese que, en esta perspectiva, la independencia judicial está básicamente en función del diseño institucional de la judicatura y de la práctica aplicativa del mismo. Salvo en casos extremos de absoluta desprotección del juez, la independencia judicial será así una cuestión de grado; es decir, de cuán amplias e intensas sean las garantías predispuestas por el sistema jurídico para blindar al juez frente a intromisiones indebidas.
¿Cuáles son entonces las garantías que conforman la independencia judicial? El Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en su importantísima sentencia Associaçâo sindical dos juizes portugueses (C-64/16) de 27 de febrero de 2018, ha dicho que deben tenerse en cuenta diversos indicadores, tales como el ejercicio autónomo de la función, la imparcialidad, el modo de selección, la inamovilidad durante el período de nombramiento, la remuneración, etc. Pero no se trata de una lista cerrada, ni se dan directrices precisas sobre cómo valorar y aplicar los mencionados indicadores. Ello es comprensible, pues cierto grado de vaguedad es útil en un tema tan relevante y delicado como este, en que hay que enfrentarse a situaciones muy variadas. Desde un punto de vista doctrinal, por el contrario, cabe afirmar que algunas garantías son una constante en la tradición liberal-democrática, de manera que constituyen la armazón básica y generalmente aceptada de lo que debe entenderse por independencia judicial. Dejando al margen otros aspectos no carentes de relevancia, como es señaladamente el relativo a la remuneración de los jueces, los elementos definitorios de la independencia judicial en el constitucionalismo moderno son básicamente cuatro:
1º. No sometimiento a órdenes o instrucciones de otras autoridades. La propia palabra “independencia” hace referencia directa a ello: el juez debe ser alguien que no dependa de otro. La idea es que el juez esté vinculado únicamente a la ley o, si se prefiere, que entre la ley y el juez no haya autoridades intermedias que condicionen el ejercicio de su función. Tal vez sería más correcto hablar aquí de “sistema de fuentes” que de “ley”. El juez debe seleccionar, interpretar y aplicar la norma correspondiente al caso, sin interferencias ni condicionamientos exteriores. Así, a diferencia de lo que ocurre con la Administración Pública y más en general con las organizaciones burocráticas, el juez no debe quedar encuadrado en un esquema jerárquico. Ello vale incluso dentro de la propia organización judicial: los tribunales superiores solo deben estar facultados para revisar las resoluciones de los tribunales inferiores a través de los correspondientes recursos jurisdiccionales, sin dirigirlos impartiéndoles órdenes o instrucciones previas.
2º. Inamovilidad. Se trata de excluir la posibilidad de remover o cesar al juez, naturalmente fuera de casos legalmente tasados que sean razonables en un Estado de derecho -por ejemplo, abandono de funciones, condena por delito grave, etc.- y ajustándose a un procedimiento garantista. Mientras que el no sometimiento a órdenes e instrucciones pone al juez a reparo de ataques directos a su independencia, la inamovilidad lo protege frente a amenazas indirectas: el juez que sabe que no puede ser removido arbitrariamente no tiene por qué temer represalias. Tan es así que en la terminología liberal del siglo XIX no era infrecuente usar “inamovilidad” como sinónimo de “independencia”, lo que no deja de ser una sinécdoque al designar el todo mediante la parte. En esta materia es importante subrayar que la inamovilidad se refiere no solo a la condición misma de juez (no poder ser apartado arbitrariamente de la judicatura), sino también a la concreta plaza judicial (no poder ser arbitrariamente trasladado a otro destino judicial). A efectos de no temer represalias, tan importante es lo uno como lo otro.
3º. Imparcialidad. Para evitar influencias indebidas y conflictos de intereses, debe existir una regulación sobre prohibiciones e incompatibilidades, así como sobre causas de abstención y recusación. Más en general, debe salvaguardarse tanto la imparcialidad subjetiva (ausencia de relación del juez con las partes o el objeto del litigio) como la imparcialidad objetiva (ausencia de cualquier otra circunstancia que pueda empañar la imagen de distanciamiento del juez). Todo ello, incluida la rica jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la materia, es sobradamente conocido y no requiere ahora ulteriores aclaraciones.
4º. Inmunidad por las decisiones tomadas en el ejercicio de sus funciones, al menos civil y fuera de supuestos muy graves. Aquí la idea subyacente es de nuevo poner al juez a reparo de posibles represalias: saber que nadie podrá exigirle una indemnización por las resoluciones que haya adoptado. Un juez que fuera civilmente responsable según las reglas generales podría quedar expuesto a múltiples reclamaciones maliciosas o simplemente infundadas. No hay que olvidar que el juez no actúa de manera esporádica, sino que debe tramitar y resolver controversias cotidianamente. Y así un régimen de responsabilidad civil demasiado laxo sería una espada de Damocles, que podría condicionar su juicio. Por parecidas razones, ciertos filtros en el plano penal, al menos para impedir acusaciones temerarias, también pueden ser aconsejables.
Mención aparte merece el modo de selección y nombramiento de los jueces. Muy a menudo se incluye en los análisis sobre la independencia judicial. Ello no es incorrecto, pero puede dar una imagen distorsionada e incompleta de la realidad. Es verdad que un sobre juez nombrado directamente por el poder político pesa la sospecha de deferencia ante este. Pero mucho más importante es que luego no pueda ser arbitrariamente removido, entre otras razones porque ello permite al juez olvidarse de su benefactor. En el fondo, el modo de selección y nombramiento tiene mucho más que ver con el modelo de juez adoptado en cada sistema jurídico que con la independencia judicial propiamente dicha.
Volviendo a las cuatro garantías determinantes de la independencia judicial arriba enumeradas, cabe afirmar que las dos primeras se dirigen prioritariamente a evitar intromisiones provenientes del poder político -muy en especial del Ejecutivo- mientras que las otras dos buscan principalmente evitar condicionamientos procedentes de la sociedad o, si se prefiere, de particulares. Además, mientras que el no sometimiento a órdenes e instrucciones y la imparcialidad tienden a evitar influencias directas sobre el juez, la inamovilidad y la inmunidad aspiran a evitar el temor a represalias y, por consiguiente, influencias indirectas en la decisión judicial.
Llegados a este punto, es conveniente hacer dos consideraciones adicionales. Una es que esas garantías que, con arreglo a las pautas generalmente aceptadas en el mundo liberal-democrático, conforman la independencia judicial constituyen barreras frente a posibles agresiones directas o indirectas. Pero son de poca utilidad frente a otra posible forma de influencia o condicionamiento sobre el juez, a saber: la expectativa de recompensa, principalmente en términos de traslados y promociones dentro de la organización judicial. Dicho de manera coloquial, las garantías constitutivas de la independencia judicial están principalmente pensadas para eludir el “palo”, no tanto para evitar la “zanahoria”. El constitucionalismo moderno ha sido, al menos hasta ahora, menos sensible y, desde luego, menos efectivo a la hora de conjurar ese tipo de riesgos. Y va de suyo que la esperanza de ver satisfecho un deseo u objetivo profesional puede ser tan efectiva como la agresión para influir en el ejercicio de la función judicial, por no mencionar que se trata de un medio más disimulado y menos brutal.
La otra consideración tiene que ver con el carácter histórico o evolutivo de dichas garantías. No todas ellas han surgido y se han desarrollado en un mismo período. Por ejemplo, si bien ha experimentado un importante desarrollo en tiempos recientes, la exigencia de imparcialidad del juez -el juez como un tercero con respecto a las partes- es muy antigua, tanto que es una idea preliberal. Otro ejemplo: la inamovilidad fue, como quedó apuntado más arriba, uno de los caballos de batalla del liberalismo decimonónico. Pues bien, las garantías aquí examinadas no son un diseño acabado e inmutable, sino que siguen evolucionado y a veces enriqueciéndose. Lo arriba expuesto son las líneas maestras de lo que hoy en el mundo liberal-democrático generalmente se acepta como condiciones necesarias de la independencia judicial. Pero ello no excluye que haya diferencias significativas en la configuración del estatuto del juez, así como en la intensidad de la protección del juez frente a influencias y condicionamientos, de unos países liberal-democráticos a otros. Y tampoco excluye la ampliación de las garantías. Estos son tiempos de especial sensibilidad del constitucionalismo hacia la independencia judicial, como lo demuestra la internacionalización de su salvaguardia; lo que, a su vez, determina cambios en los sistemas jurídicos nacionales. Baste pensar en la innovadora jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la imparcialidad judicial, introducida en torno al cambio de siglo, o en la rigurosa jurisprudencia sobre la independencia judicial elaborada en los últimos años por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
En suma, en una perspectiva comparada -que en una época de internacionalización es de crucial importancia- juez independiente es aquel juez que reúne las garantías arriba expuestas en cuanto generalmente aceptadas en el mundo liberal-democrático.
II. ¿Por qué es valiosa la independencia judicial?
El segundo interrogante es por qué la independencia judicial es importante, por qué se considera especialmente valiosa, por qué suele ser vista como un pilar básico del Estado de derecho. Esta pregunta admite dos posibles respuestas.
Una, bastante obvia, es que la independencia judicial es necesaria para distinguir la administración de justicia -o, si se prefiere, la legalidad- de la política. Pensar la administración de justicia como algo separado de la política es imposible si no se acepta previamente la independencia de los tribunales. Dicho de otro modo, para afirmar que la administración de justicia -en el sentido de solución de toda clase de litigios y causas mediante la aplicación de normas jurídicas- no es una mera prolongación de la política, la independencia judicial es una condición sine qua non incluso en el plano puramente lógico. Allí donde no se cree en la independencia judicial, al igual que allí donde no se practica con un mínimo de efectividad, la administración de justicia, la legalidad y el derecho no resultan más que otro modo de hacer política.
El argumento de que la independencia judicial es necesaria para distinguir entre la administración de justicia y la política es fácil de apreciar en todos aquellos casos en que las entidades públicas, a comenzar por el Estado, son parte en el proceso. Por definición, esto ocurre prácticamente siempre en el proceso penal y en el proceso contencioso-administrativo. Y tampoco es raro en otros órdenes, como el civil o el social. Si el juez está subordinado a una de las partes, será ingenuo pensar que la solución de la controversia vendrá dada por consideraciones estrictamente atinentes a las normas jurídicas aplicables al caso: la idea básica del juez como un tercero super partes quedará en entredicho. Esto es algo elemental y, como se dejó apuntado más arriba, estaba ya presente en el pensamiento jurídico preliberal.
Lo que no es tan obvio es que el argumento de la independencia judicial como condición necesaria para distinguir entre la administración de justicia y la política tiene validez también en todos aquellos casos en que el poder político no es parte en el proceso. En una controversia meramente privada (civil, mercantil, laboral) entre dos particulares (personas físicas o jurídicas), saber que el juez no depende del poder político también es valioso. Y lo es, de entrada, porque si el juez puede ser influido o condicionado por el gobernante, existirá la fundada sospecha de que el amigo de este -o sea, quien esté próximo al poderoso- tendrá más probabilidades de ganar el pleito. En otras palabras, la contienda jurídica se transformaría en tráfico de influencias. A ello hay que añadir que, incluso si ninguno de los litigantes tiene acceso al gobernante para inclinar la balanza a su favor, es posible que este tenga algún interés en que la sentencia se oriente en un determinado sentido. Por ejemplo, al Ejecutivo puede interesarle por razones ideológicas que se imponga una de las posibles interpretaciones de una ley, del mismo modo que puede interesarle por razones económicas que una clase de pleitos de resuelvan en cierto sentido. Por formularlo en términos más generales, las normas jurídicas no suelen ser axiológicamente neutras y a menudo admiten más de una interpretación razonable, características que no desaparecen por el mero hecho de que el Estado u otras entidades públicas no sean parte en el proceso.
Todavía con respecto a la primera de las posibles respuestas hay que hacer otra observación: la independencia judicial como condición necesaria para distinguir entre la justicia y la política opera también en sentido inverso; es decir, hablar del juez independiente solo tiene significado en la medida en que ese juez no hace política. La separación entre administración de justicia y política no exige solo que el poder político no interfiera en la función judicial, sino también que el juez asuma que no es un actor político y se comporte en consecuencia. Es preciso, en otras palabras, aceptar que el criterio rector del juez es la legalidad, no la oportunidad: iudex non calculat.
La otra posible respuesta a la pregunta sobre por qué la independencia judicial es valiosa resulta menos evidente. Tiene que ver con el proceso judicial como modo de solución de conflictos. En la civilización occidental y desde hace más de dos mil años, el modo principal de solución pacífica de conflictos es el proceso, que dirime un tercero como órgano del Estado en posición de superioridad sobre las partes. El proceso es así un combate ritualizado, sometido a ciertas reglas (procedimentales) cuya observancia asegura ese tercero: el juez. Y es también el juez quien, aplicando otras reglas (sustantivas), decide el resultado del combate. Pues bien, no hay que olvidar que el proceso judicial es, por definición, un juego a suma cero: una parte vence y otra pierde. A veces uno gana solo en parte, pero solo en aquella parte en que el otro ha sido derrotado. No es posible la victoria de ambos. Este es un dato crucial, porque explica que la legitimidad del proceso judicial como modo de solución de conflictos exige que los ciudadanos crean que ese tercero no puede ser indebidamente influido o condicionado. El proceso judicial es socialmente aceptable únicamente en la medida en que quien decide el combate es percibido como independiente.
A este respecto hay que subrayar que, en cuanto modo de solución de conflictos, el proceso judicial es equitativo pero duro. No está dicho que sea algo antropológicamente necesario: las sociedades humanas pueden adoptar otras vías para afrontar la conflictividad. Así lo demuestra la experiencia histórica de civilizaciones sofisticadas, como la china. Pero lo que ahora interesa destacar es que las sociedades que se apoyan en el proceso judicial para garantizar la pacífica convivencia necesitan estar convencidas de que sus jueces no son meros instrumentos de quien ocupa el poder político, ni de otras personas u organizaciones poderosas. Y no deja de ser significativo que, incluso allí donde hay un nivel razonable de confianza en la independencia judicial, los jueces y tribunales no suelen ser muy populares. Seguramente ello tiene algo que ver con el proceso judicial como juego a suma cero: un servicio en que la mitad de sus usuarios recibe una respuesta adversa difícilmente gozará de popularidad.
Llegados a este punto, es conveniente examinar la relación entre esas dos posibles respuestas, así como los presupuestos y las implicaciones de cada una de ellas. Cabe observar así que quienquiera que considere valiosa la independencia judicial ha de aceptar ineludiblemente la segunda de las respuestas mencionadas; es decir, que se trata de una condición necesaria para la aceptación social del proceso judicial como modo de solución de conflictos. No ocurre lo mismo, en cambio, con la primera respuesta; y ello porque incluso quienes piensan que la administración de justicia y la política no son dos mundos separados pueden tener razones para estimar que los jueces y tribunales no deben ser un mero instrumento del gobernante. Este punto es muy importante, porque toca el espinoso tema de si el derecho -o, mejor dicho, el razonamiento jurídico- puede tener existencia autónoma con respecto al pensamiento moral y político.
Es bien sabido que la aplicación del derecho, de la que la función judicial es el momento estelar, dista a menudo de ser una operación lineal y automática. Diversos factores conducen a ello. El más frecuentemente citado es la imprecisión del lenguaje y la textura abierta de no pocos textos normativos; algo, por cierto, que no siempre ha de ser visto como un defecto en la medida en que puede facilitar consensos. Pero hay otros factores menos visibles, tales como la necesidad de establecer y valorar los hechos del caso, o el deber de ajustarse a los términos en que las partes han planteado el debate. No es raro así que un litigio o causa pueda admitir más de una solución jurídicamente razonable, si bien es importante no caer en la extravagancia: ni todas las normas plantean dificultades interpretativas serias, ni todos los casos son difíciles. Ningún jurista mínimamente serio y experimentado negará todo esto ni, por consiguiente, que en el ejercicio de la función judicial hay márgenes -más o menos amplios, según los casos- de discrecionalidad. En lo que hay discrepancias, derivadas del talante y de la concepción del derecho de cada uno, es si dentro de esos márgenes de discrecionalidad judicial sigue cabiendo un razonamiento jurídico autónomo o si, por el contrario, se trata de un espacio donde solo es posible decidir mediante criterios morales y políticos. Esta disyuntiva pertenece al dominio de los filósofos del derecho, sin que sea preciso aquí tomar partido. Baste señalar, como una mera afirmación de hecho, que la falta de fe en la autonomía del razonamiento jurídico está mucho más extendida de lo que a primera vista puede parecer; y ello porque los rescoldos del marxismo, el auge de la deconstrucción, la difusa influencia del realismo jurídico norteamericano, e incluso las simplificaciones periodísticas comparten la convicción de que la administración de justicia no es, en el fondo, algo ajeno a la política.
Pues bien, lo que en esta sede importa es -como se dejó apuntado más arriba- que quienes adoptan esa visión política de la administración de justicia ciertamente rechazan la primera respuesta a la pregunta sobre el carácter valioso de la independencia judicial; pero no rechazan necesariamente la segunda. Se puede creer que dirimir el proceso judicial es otra manera de hacer política y, sin embargo, considerar -sin incurrir por ello en contradicción- que es deseable que el juez no sea un brazo ejecutor de las órdenes e instrucciones del gobernante, cuando no de los simples deseos de este. Por expresarlo en términos más técnicos, es posible sostener a la vez que la administración de justicia no es ajena a la política y que, aun así, es deseable para el buen funcionamiento de una sociedad democrática que haya instituciones no insertas dentro del circuito de la representación y la responsabilidad políticas. Se puede pensar que algunas cuestiones, aun teniendo relevancia política, es mejor dejarlas fuera de la lucha partidista cotidiana, encomendándolas a un combate ritualizado y con formas de argumentación pautadas, que es presidido y resuelto por un tercero imparcial. Por poner un ejemplo, esta ha sido probablemente la idea predominante en la cultura norteamericana del siglo XX.
La conclusión de cuanto queda expuesto es que, para rechazar que la independencia judicial sea valiosa, no basta negar la autonomía del razonamiento jurídico. Es necesario, además, estar dispuesto a sostener que las controversias (civiles, penales, etc.) pueden y deben ser resueltas, llegado el caso, ajustándose a las indicaciones del gobernante. Y esto, en el mundo actual, implica sencillamente abrazar el autoritarismo.
III. ¿Cómo puede garantizarse la independencia judicial?
No existe un único camino transitable para llegar a la tierra prometida de la independencia judicial. Como se verá enseguida, la experiencia del constitucionalismo moderno muestra que ha habido al menos dos vías, bastante diferentes entre sí. Convencionalmente pueden designarse como la vía del juez inglés y la vía del juez de carrera. Todos los países en el mundo liberal-democrático han seguido, con variantes de matiz, una de esas dos vías. La única salvedad a este respecto viene dada por el juez electivo y por los tribunales constitucionales y supranacionales.
Dado que aquí el interrogante ya no es de teoría sino de ingeniería, uno estaría tentado de decir que se trata dos estrategias, ambas factibles si bien difieren sus presupuestos y sus implicaciones. Usar la palabra “estrategia”, sin embargo, resultaría exagerado, porque no es evidente que detrás de esas dos vías de búsqueda de la independencia judicial hubiera un designio o un plan ya elaborado en sus líneas maestras desde el inicio. Esas dos vías son, más bien, el resultado de vicisitudes históricas; es decir, de las respuestas dadas a problemas de organización del Estado en determinados momentos y situaciones, teniendo en cuenta además que la configuración de cada una de esas vías fue evolucionando a lo largo del tiempo.
Antes de seguir adelante es preciso hacer dos aclaraciones. Una es que en esta sede no se trata de hacer un pormenorizado análisis de historia jurídica ni de derecho comparado. Lo relevante no es examinar cómo se ha formado y cómo está regulada la judicatura en cada una de las grandes familias jurídicas, ni menos aún entrar en los detalles -similitudes y diferencias- entre países pertenecientes a una misma familia. Lo que interesa es identificar los resortes principales que se han utilizado para llegar a la independencia judicial. Y la verdad es que tales resortes son sustancialmente similares entre los países que han seguido la vía del juez inglés, como lo son entre los que han seguido la vía del juez de carrera. La visión panorámica es aquí aconsejable.
La otra aclaración, de alguna manera continuación de la anterior, es que la vía seguida para llegar a la independencia judicial está íntimamente ligada a algo más general, a saber: el modelo de juez adoptado en cada sistema jurídico. Así, los modos de selección y socialización profesional del juez no pueden desligarse del modo en que se garantiza su inamovilidad o su inmunidad, ni de los modos de control formal e informal de la observancia de los deberes judiciales. Este es un dato perfectamente conocido en la sociología de las organizaciones, que desde luego es aplicable al tema aquí examinado. Por poner un ejemplo muy claro, para el juez de carrera no tiene sentido garantizar su inamovilidad nombrándolo desde el inicio y sin posibilidad de traslado para una determinada plaza.
Abordando ya la independencia del juez inglés, que se afirma ya al inicio del siglo XVIII, está basada en el nombramiento por la Corona -lo que es tanto como decir por el Ejecutivo- y la posterior permanencia en el cargo during good behaviour. Los jueces solo pueden ser cesados por el Parlamento mediante el procedimiento de impeachment, o sea, por un procedimiento esencialmente político. La permanencia en el cargo hasta la edad de jubilación, sin otra salvedad que una eventual e improbable destitución parlamentaria, determina que la inamovilidad de los jueces ingleses sea extremadamente sólida.
A ello deben añadirse otros tres datos. En primer lugar, los jueces ingleses son nombrados para una plaza determinada, de manera que no hay expectativas legítimas de traslados y ascensos. En segundo lugar, han sido tradicionalmente seleccionados entre los barristers, abogados que postulan ante los tribunales superiores y que constituyen una corporación relativamente reducida y muy cohesionada. De aquí que el control deontológico no sea disciplinario, sino esencialmente informal; lo que significa que, en casos graves, la presión ambiental conduce a la dimisión voluntaria. En tercer lugar, por lo que hace a la responsabilidad civil del juez, su inmunidad es absoluta siempre que haya actuado intra vires, esto es, dentro de su esfera de competencia; y debe tenerse en cuenta que los tribunales superiores delimitan su propia competencia, lo que hace harto improbable una actuación ultra vires.
La independencia del juez inglés opera, así, con cierto automatismo: en la medida en que el nombramiento es vitalicio y sin control disciplinario, que no caben traslados ni ascensos y que la inmunidad civil es absoluta, no hacen falta órganos o procedimientos específicos para salvaguardar la independencia del juez. Este esquema, por lo demás, puede funcionar gracias a ciertas condiciones sociológicas: altísimo prestigio social de la judicatura, autocontrol corporativo, reducido número de jueces. En relación con este último punto, no hay que olvidar que la administración de justicia inglesa se apoya ampliamente en funcionarios e instituciones cuyo estatuto no es judicial, tales como los magistrates (antiguos jueces de paz) y los tribunals (órganos administrativos de resolución de controversias).
En cuanto a la independencia del juez de carrera, su afirmación ha sido más laboriosa. El liberalismo europeo del siglo XIX, en gran medida como consecuencia de la desconfianza de la Revolución Francesa hacia los jueces, diseñó la administración de justicia en torno al juez como funcionario público especializado y nombrado por el Ejecutivo, que tiende a desarrollar toda su vida profesional dentro de la judicatura y puede ocupar distintas plazas y ascender de una categoría judicial a otra. Pues bien, dotar de independencia a un juez de carrera no es empresa fácil; y ello no solo porque hay que evitar que el Ejecutivo pueda darle instrucciones, imponerle sanciones e incluso cesarlo, sino sobre todo porque ese juez debe seguir un cursus honorum y, por tanto, está expuesto a ser sensible hacia quien tiene la facultad de decidir sobre traslados y ascensos. Además, desde un punto de vista sociológico, se trata de un juez con espíritu burocrático, por haber sido formado dentro de la propia judicatura y carecer de vinculaciones institucionales o profesionales externas.
A este reto se ha dado respuesta en dos frentes. El primero fue implantar un modo de selección meritocrático (oposición o concurso) de manera que los jueces no debieran su nombramiento al favor personal o a la afinidad política, y garantizar luego que el juez no pudiera ser privado de su condición de tal ni trasladado contra su voluntad a otra plaza, salvo por causas legalmente tasadas y con las debidas garantías procedimentales. Pero el acceso meritocrático y la posterior inamovilidad no son suficientes para asegurar la independencia del juez de carrera, porque aun así sigue habiendo espacio para el castigo y el premio: lo primero, porque el juez de carrera es un funcionario público sometido a un régimen de responsabilidad civil y disciplinaria; y lo segundo, porque el juez de carrera normalmente aspira a destinos mejores y a categorías superiores.
En este punto conviene hacer un inciso: la responsabilidad civil propiamente dicha no ha sido nunca un serio problema, porque lo usual es que el juez de carrera solo sea responsable por dolo o culpa inexcusable. Esto implica una inmunidad casi total, máxime si se tiene en cuenta que en algunos países esa responsabilidad civil es además indirecta, en el sentido de que el perjudicado debe dirigirse contra el Estado, que llegado el caso tendrá derecho de repetición frente al juez. La verdadera cuestión en materia de responsabilidad del juez de carrera es la responsabilidad disciplinaria.
Aclarado lo anterior, el otro frente para la afirmación de la independencia del juez de carrera ha consistido en privar al Ejecutivo de facultades en todo lo relativo a la gestión de esa carrera. Fundamentalmente la potestad disciplinaria -es decir, la imposición de sanciones por infracción de deberes profesionales- y la potestad de decidir sobre traslados y ascensos. En algunos países, como Alemania, dichas potestades se han mantenido en manos del Ejecutivo, si bien con ciertas precauciones (asesoramiento externo para los nombramientos, control jurisdiccional de las sanciones disciplinarias, etc.). Pero la solución más innovadora ha sido encomendar dichas potestades a los conocidos como Consejos de la Magistratura, en cuya vanguardia ha estado Italia. La idea, como es bien sabido, consiste en crear un órgano colegiado completamente ajeno al Ejecutivo, con una mayoría de miembros elegidos por y entre los jueces, más otros no provenientes de la judicatura y designados por el Parlamento. Los Consejos de la Magistratura son así una institución de autogobierno, pues las vicisitudes de la carrera de los jueces (cambios de destino, promociones, sanciones) son básicamente gestionadas por sus representantes. Esto supone, sin duda alguna, una mejora con respecto a la situación anterior, pues elimina de raíz la tentación gubernamental de utilizar esas vicisitudes para condicionar a los jueces. Pero plantea una nueva dificultad no solo por la sospecha de corporativismo, entendido en su sentido estricto de transformación del interés de un grupo profesional en interés general, sino también porque el Consejo de la Magistratura puede condicionar al juez mediante las decisiones relativas a traslados, ascensos y sanciones disciplinarias. Para describir esta nueva dificultad suele hablarse de “independencia interna”, que aún no ha encontrado mecanismos efectivos de garantía.
A pesar de que los Consejos de la Magistratura no son una solución completamente satisfactoria, tanto la Comisión de Venecia como la Comisión de la Unión Europea se orientan con claridad a su favor, como medio más idóneo para garantizar la independencia del juez de carrera. Más aún, según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, aunque el derecho fundamental a un proceso equitativo ante un juez imparcial no impone la existencia de un Consejo de la Magistratura, si este existe debe estar mayoritariamente compuesto por jueces elegidos por el conjunto de sus pares (sentencia Oleksander Volkov c. Ucrania de 9 de enero de 2013). De aquí, dicho sea incidentalmente, que la solución adoptada en España desde 1985 sea una rareza de difícil justificación, pues tener un Consejo cuyos miembros -doce de ellos de origen judicial- son todos designados en sede parlamentaria ni pone la gestión de las vicisitudes de la carrera de los jueces a reparo de la política, ni tampoco conjura el riesgo de corporativismo.
Vale la pena señalar que en tiempos relativamente recientes ha habido cierta aproximación al juez de carrera en el mundo angloamericano, por lo que a la independencia judicial se refiere. En 1980 se aprobó una especie de régimen disciplinario para los jueces federales norteamericanos, salvo los del Tribunal Supremo, cuya aplicación se encomienda a un Judicial Council en cada uno de los circuitos o circunscripciones de la administración de justicia federal. Ello es notable, porque la judicatura federal en Estados Unidos es de inequívoca inspiración inglesa. Y en la propia Inglaterra, la falta de diversidad y de transparencia en los nombramientos judiciales -con la consiguiente denuncia de sesgo conservador en asuntos sensibles- ha terminado dando lugar a la introducción en 2005 de una Judicial Appointments Commission, formada mayoritariamente por miembros ajenos a la judicatura con la misión de asesorar al Ejecutivo en la selección de candidatos idóneos para ocupar plazas judiciales.
Una breve mención, en fin, a las dos excepciones arriba indicadas a las pautas generalmente seguidas en materia de independencia judicial. El juez electivo -es decir, el juez elegido periódicamente por los ciudadanos de la correspondiente circunscripción- fue adoptado en la Francia revolucionaria; pero hoy es una peculiaridad de los Estados Unidos, donde rige en más de una treintena de sistemas jurídicos estatales. Este es un dato relevante, porque casi todos los asuntos -tanto civiles como penales- son de competencia estatal, no federal. La elección popular de los jueces, que se remonta a la primera mitad del siglo XIX, está muy arraigada y es vista por muchos como una exigencia democrática. Conoce modalidades diversas (elección partidista, elección no partidista, confirmación, etc.). Sin embargo, cualquiera que sea la valoración que a cada uno le merezca la idea de juez electivo, es evidente que someterse a una reelección periódica resulta incompatible con la inamovilidad, que es un elemento básico de la independencia judicial. En palabras de Sandra Day O’Connor, primera mujer en acceder al Tribunal Supremo norteamericano, “en ningún otro país del mundo es así, porque comprenden que de este modo no se tienen jueces equitativos e imparciales”. Allí donde el juez es elegido periódicamente por los ciudadanos el valor predominante no es su independencia, sino su representatividad social o política.
Y en cuanto a los tribunales constitucionales y supranacionales, el discurso es muy distinto. Se trata de órganos jurisdiccionales llamados a aplicar normas cuya interpretación presenta peculiaridades y frecuentemente a zanjar controversias con importante carga política. Esto explica -aunque no necesariamente justifica- que la designación y el estatuto de sus miembros difiera del usual en las judicaturas nacionales. Son jueces nombrados mayoritariamente en sede política y por períodos relativamente breves. En algunos casos, como es destacadamente el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, se trata además de jueces que pueden ser reelegidos al expirar su nombramiento; lo que, al menos en teoría, implica someterse a un examen a posteriori sobre el modo en que han ejercido su función. Nada de esto casa bien con los postulados tradicionales sobre la independencia judicial, por más que algunos sostengan que los tribunales constitucionales y supranacionales deben estar en sintonía con los cambios de sensibilidad que el tiempo imprime en las sociedades. Lo curioso es que, a pesar de estas teóricas deficiencias de diseño, algunos de ellos actúan con un alto grado de autonomía frente al poder político. El mejor ejemplo es seguramente el ya mencionado Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
Ello conduce a una reflexión final: ningún modelo de independencia judicial es perfecto y su rendimiento no se explica solo por la calidad del diseño jurídico. Los factores culturales y políticos cuentan mucho a la hora de darle efectividad. Como dijo Georges Vedel, el gran administrativista francés, “las normas jurídicas son impotentes para crear las condiciones de su funcionamiento”.
Nota bibliográfica
La expresión “ingeniería constitucional” proviene de G. Sartori, Ingegneria costituzionale comparata, Il Mulino, Bologna, 1994.
Sobre la existencia de pautas generalmente aceptadas en la tradición liberal-democrática, véase A. Pizzorusso, Il patrimonio costituzionale europeo, Il Mulino, Bologna, 2002. Y en cuanto a la transformación jurisprudencial de la independencia judicial en un deber inherente a la pertenencia a la Unión Europea, cabe remitirse a M. Campos Sánchez-Bordona, “La protección de la independencia judicial en el derecho de la Unión Europea”, en Revista Española de Derecho Comunitario Europeo nº 65, 2020.
La bibliografía sobre la independencia judicial es muy amplia. Una visión completa y actualizada del tema a escala global puede encontrarse en S. Shetreet y W. McCormack (eds.), The Culture of Judicial Independence in a Globalised World, Brill, Leiden, 2017. Para un análisis teórico de la idea de independencia judicial, con un enfoque muy germánico, véase D. Simon, La independencia del juez, trad. esp. Ariel, Barcelona, 1985.
En la máxima iudex non calculat, como condición para separar justicia y política, insiste R. Dahrendorf, Ley y orden, trad. esp., Civitas, Madrid, 1994, p. 92 y, más en general, p. 153 y siguientes. A propósito de la cultura norteamericana del siglo XX como ejemplo de escepticismo sobre la autonomía del razonamiento jurídico, cabe remitirse a la antología (con textos de Karl Llewellyn, Felix Cohen y Lon Fuller) preparada por D. Kennedy y W.W. Fisher (eds.), The Canon of American Law, Princeton University Press, Princeton/Oxford, 2006. Y sobre la resolución de controversias por vías no procesales en la China imperial, véase M. Shapiro, Courts (A Comparative and Political Analysis), The University of Chicago Press, Chicago/London, 1981, p. 157 y siguientes. Este último libro es útil también para comprender, más en general, los distintos aspectos de la independencia judicial.
Para un detallado examen histórico-comparado del juez inglés, del juez de carrera y del juez electivo, permítase la remisión a mis trabajos “Notas de Derecho comparado sobre la independencia judicial”, en Revista Española de Derecho Constitucional nº 34, 1992, así como “Il modello europeo di magistratura: un approccio storico”, en R. Romanelli (ed.), Magistrati e potere nella storia europea, Il Mulino, Bologna, 1997. La importante reforma de la judicatura inglesa aprobada en 2005 es explicada por M. Zander, The Law-Making Process, 7ª ed., Hart, Oxford/Portland, 2015, p. 323 y siguientes.
Sobre la selección de los jueces, que en esta sede -como se ha visto- tiene relevancia solo marginal, véase R. Jiménez Asensio (coord.), El acceso a la función judicial: estudio comparado, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2002. A este respecto, también son útiles las observaciones de F. Sosa Wagner, “La independencia del juez en el congreso de los juristas alemanes”, en Revista de Administración Pública nº 220, 2023. Un libro clásico, muy crítico con el modo tradicional de selección del juez inglés, es J.A.G. Griffith, The Politics of the Judiciary, Fontana, London, 1977.
Las posibles justificaciones del diferente estatuto de los tribunales constitucionales, en comparación con el de los tribunales ordinarios, son analizadas por M. Cappelletti, The Judicial Process in Comparative Perspective, Clarendon Press, Oxford, 1989; y más recientemente por V. Fereres Comella, Constitutional Courts and Democratic Values, Yale University Press, New Haven/London, 2009.
La cita de Sandra Day O’Connor procede de R. Reich, Come salvare il capitalismo, trad. it., Fazi, Roma, 2015, p. 119; y la de Georges Vedel procede de L. Elia, Studi di diritto costituzionale, Giuffrè, Milano, 2005, p. 78. En ambos casos es mía la versión castellana.
* Nota: Ponencia para las Jornadas de la Asociación de Letrados del Tribunal Constitucional (Málaga, 7 y 8 de noviembre de 2024), en cuyas actas será publicada. El texto desarrolla y pule algunas ideas que concisamente expuse en la voz “Judicial Independence”, en J. Cremades y C. Hermida (dirs.), Encyclopedia of Contemporary Constitutionalism, Springer Nature, 2021, así como en una conferencia pronunciada el 14 de abril de 2023 en la Facultad de Derecho de la Universidad de Alcalá.
[1]Catedrático de Derecho Constitucional y Magistrado del Tribunal Supremo de España.
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